martes, 26 de octubre de 2010

Purifícame, tómame sin miedo, corta estas racíces,
que del veneno que soporté ya no queda casi nada.
En las manos me queda sólo un poco de lodo hecho de cenizas con bilis,
en el rostro, residuos de escombros humeantes de tus gritos sin voz,
y también unos ojos tristes, típicos de aquellos días de brazas sobre mi espalda,
aquellos días de golpes en el concreto agrietado,
recuerdos añejados como vino con gasolina,
quemándome químicamente las entrañas con cada sorbo.

Decenas de ojos se apresuran a investigarnos entre las sombras,
y no hay lengua que no crea tener razón sobre lo que es injusto,
sobre la vileza de momentos que nunca existieron,
sobre un espejo que sólo refleja el rostro de quién lo critíca,
especialmente cuando toman la palabra para hacerse
un poco más idiotas a sí mismos, opinando de una tormenta
cuando en realidad no saben ni lo que es mojarse.

Las horas se van acortando y alargando según la crepitación
de esta hoguera que también arde en cuerpos ajenos,
pero aunque se disipa por ciclos inciertos,
la sensación de quemarse queda y está tan arraigada a mi piel,
que por momentos soy negro como el carbón
y a veces rojo como café maduro.

Así, entre tanta desgracia impertinente, tu victoria parece plena y constante,
pero el cielo sabe que tus intenciones son efímeras,
porque aunque mi presente esté hecho de razones descuidadas,
la realidad de ambos es latente, delirante y ardiente.

Sé también que estoy destinado a levantarme, del polvo o del mismo fuego,
no importando si eres la ilusa pulga que me pintó el cuerpo, la estrella fugaz que cae,
o el amor olvidado de un destino entregado en bandeja de plata a un ciego,
pero lo digo porque las consecuencias quedan, la tinta y los hechos quedan,
por eso, prometo tratar de aullar en las noches, aún cuando ya no tenga aliento
y a nadie para escucharme.

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