Pegado a la piel
Y allí venía otra vez, del otro lado de la acera, con ese sublime sonido de tacones livianos, voluptuosa, inmaculada, como una epifanía, como el sol saliendo en la región más helada del ártico, ella, singularmente ella, y yo, observándola, ajustándome los lentes, como un completo despojo de la civilización occidental.
Cassia, un nombre demasiado celestial como para ser real. Era hija de una hermosa italiana de Sardegna y un croata canoso de ojos azules, con rasgos duros y poco amigables, una especie de super soldado de antaño. Sabía todo esto de vista, y también porque lo había confirmado un día en el que tuve la oportunidad de tomar un expreso doble en el café del centro con una de las mejores amigas de su hermana pequeña.
Volviendo al tema de los tacones livianos, allí estaba yo, observándola, podría jurar que a pesar de sus aproximados 1.75 de altura, no pesaba más de unos 55 kilos, lo calculo por el sonido de su tacones. Su cuerpo, atlético, cabello liso castaño, recogido en cola, ojos rasgados, oscuros, seguramente por los genes de su señora madre, todo una diosa italo croata. Deberé tal vez llevarle unos diez años, no creo que más pensé.
Cruzó la acera y se dirigió hacia dónde yo me encontraba, los metros iban desapareciendo entre nosotros, el sonido de sus tacones cada vez más claro. Levantó la vista y me vio a los ojos de una forma directa pero cotidiana. De pronto, una de mis manos entró en rebelión y se desató una especie de insurrección animal, mi mano derecha cobró autonomía y como con ojos propios buscó mi dedo anular izquierdo, tomó mi anillo de matrimonio y empezó a darle de tirones disimulada pero salvajemente. Sal, suelta ese dedo, te arrancaré con todo y piel si es necesario pedazo de oro viejo.
Imposible, mi mano derecha desistió, un anillo de tantos años no sale tan fácil, y menos con el calor del forcejeo, es inútil debió haber pensado mi mano, luego de una abrupta resignación ante el cese de la fuerza bruta.
Era la primera vez en muchos años que trataba de quitarme mi anillo como reacción súbita e infantil ante la oportunidad de conocer una mujer que se cruzaba frente a mis narices.
Cassia por fin llegó frente a mí, directa, decidida, con un aire perfumado y me sonrió diciendo, "Un periódico por favor", se lo di, sin más, mecánicamente, y le dije que era cortesía del puesto de revistas, lo cuál le pareció extraño pero aceptable, me sonrió y desapareció con el periódico dominical así como había llegado.
Al llegar a casa, me sentí un hombre vil, me sentí un traidor por mi reacción. Me serví un whisky doble y fui al cuarto de baño a enjabonarme las manos para tratar de sacarme el anillo. No pude, el anillo se había abrazado a mi dedo, como quién no quiere soltar un amor, como quién se abraza a la vida, y es que es un anillo que no me quito desde hace ocho años, desde aquel desafortunado día que me cortó la vida en dos, cuando murió mi esposa en el maldito accidente.
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